El viento no ha cesado en toda la noche. Las tiendas las hemos asegurado con piedras y bidones de agua para intentar no salir volando. Además, la temperatura ha llegado a cerca de los 15 grados, muy fría para los calores a los que ya estamos habituados.
Me despierto al filo del amanecer, salgo de la tienda y me voy con las cámaras a la captura de imágenes. Para ello, entro con la máxima discreción posible en uno de los poblados próximos a nuestro campamento. A veces pienso que debo de ser transparente. Es una sensación difícil de explicar cuando uno ya está habituado a ser rechazado por el simple hecho de llevar una cámara o de ser blanco. Sin embargo, a nadie le parece importar mi presencia.
Para esta gente es el inicio de una jornada más y para mí el inicio de otra jornada diferente. Experiencias y sensaciones que te van bombardeando allí a donde mires. Un fuego y unos balidos me llevan hasta el lugar en el que se van, una a una, marcando las ovejas con un hierro al rojo vivo. Se van sacando del redil en el que han pasado la noche para su marcaje. Una niña y su abuela cogen a cada uno de los animales para tumbarlos y sujetarlos mientras el padre las marca. El olor a piel quemada, el cielo y la luz del amanecer confiere al momento tintes casi dramáticos.
Las mujeres recogen las pieles sobre las que se han tumbado al raso durante la noche y las introducen en las chozas en las que seguirán tumbadas para protegerse de los rigores del sol. Otros preparan el fuego para cocinar algo antes de salir con los rebaños al campo. Este es el mejor momento para poder fotografiar la vida de la aldea ya que en breve se habrán ido y el poblado se quedará absolutamente vacío.
Llegamos a Kakuma, una ciudad en la que se encuentran grandes campos de refugiados de diferentes países que han llegado hasta aquí huyendo de las guerras, las enfermedades o el hambre. Cada campamento es de un país diferente. Llegados de Sudán del Sur, Somalia, Etiopía o Congo, este lugar representa una esperanza y tranquilidad después de los sufrimientos vividos en sus lugares de origen.
Antes de salir de la ciudad, poblada por vehículos de diferentes ONG, comemos algo en un restaurante o chiringuito de la calle y nos damos una vuelta por el colorido mercado para comprar algo de verdura y salir así de nuestro cotidiano menú nocturno de arroz o espaguetis. El mercado es el mejor lugar para observar la cultura de la región. Además, existe una mezcla con musulmanes procedentes de Somalia que confieren al sitio un aire muy cosmopolita desde un punto de vista étnico.
Cuando la policía se entera de que nos queremos dirigir a Oropoi, nos pide los pasaportes y nos recomienda no salir sin escolta. Aunque hace semanas que no hay constancia de asaltos y razias por parte de asaltantes procedentes de Sudán del Sur y de Uganda, la zona a la que vamos es muy turbulenta por los ataques que esporádicamente sufre la población para ser desprendida de sus rebaños.
Aún así, optamos por continuar y llegar lo antes posible a Oropoi. La ruta es la que conduce hasta Sudán del Sur, pero en un punto nos desviamos hacia el oeste por una pista que progresivamente va siendo más frondosa y montañosa. Los babuinos y pequeños antílopes o dik dik, hacen su aparición, primer vestigio de una fauna más propia del país en el que nos encontramos.
Moses prefiere no acampar en medio del bosque ya que dice que por la noche es cuando circulan los asaltantes y traficantes. Hacemos caso y seguimos hasta un recinto de chozas a la entrada de Oropoi. El lugar es diferente a lo que ya estábamos acostumbrados. Situada a 850 metros de altitud, la zona ya no es calurosa. El paisaje de montaña al atardecer es un buen colofón a esta jornada que nos ha introducido en una región Turkana muy olvidada por su lejanía.
Nos ofrecen poder quedarnos en el interior de una zona de chozas. De esa manera nos protegemos fundamentalmente de los animales salvajes. Muy cerca del lugar en el que nos encontramos es habitual ver los elefantes de montaña. A menos de 18 kilómetros se encuentra la frontera natural con Uganda y su colindante reserva natural. Los animales, que no entienden de fronteras, cruzan muy a menudo hasta Oropoi, de ahí la precaución de acampar libremente.
Nuestras tiendas se funden con las chozas. Mientras ellos se preparan algo para cenar, nosotros nos deleitamos con un menú especial que se sale de lo cotidiano. Un estupenda ensalada de cebolla, tomate, aguacate y patatas fritas, suponen en delicioso manjar.
Me doy cuenta de que cerca de nosotros ya se ha apostado una especie de vigilante con su Kalashnikov, señal de que las amenazas son algo muy real.
Espero que podamos descansar durante la noche y no pasar el frío de la anterior. Por eso, Moses nos pidió comprar una manta en Kakuma. Ahora sólo queda la ducha con la habitual botella de plástico con el tapón agujereado y después a dejar que las estrellas nos sumerjan en este sueño africano.
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Esperando la siguiente crónica. Esta ha sido menos triste.