Durante las últimas horas no hemos superado la media de los 5 kilómetros hora. Nos encontramos en la región del Kunene al noroeste de Namibia, territorio de los Himba. Un terreno pedregoso de montaña que dificulta nuestro avance. El mapa indica la presencia de un pequeño poblado, sin embargo, no vemos nada más que una vegetación arbustiva que oculta todo.
De repente, de entre los árboles, aparece la silueta de una pequeña cabaña. Por fin hemos encontrado la aldea. Descendemos del vehículo y al momento somos invadidos por una legión de pequeñas moscas que no dejan de revolotear alrededor de nuestras cabezas. La temperatura, cercana a los 40 grados, confiere a la llegada al poblado la sensación de encontrarnos en un mundo casi irreal. Conforme nos adentramos en el interior del conjunto de chozas delimitado por una cerca de maderas, entendemos el porqué de la ausencia de vida. Chozas vacías, resto de hogueras y pieles acartonadas colgadas de los arbustos de espinas. Me acerco a una cabaña que tiene la puerta abierta. La curiosidad me impulsa hacia el interior. Y, de repente, me asalta la visión de dos enormes ojos, como dos perlas en medio de un saco de carbón. Acabo de sacar a un anciano de sus sueños, por lo que duda si mi presencia es también parte de su estado de somnolencia.
Conforme descubre que no es un sueño y de que allí dentro hay un personaje blanco armado con una cámara de fotos, se incorpora y tantea las paredes que le sirven de vivienda. Su aparente ceguera no le impide alcanzar los únicos bienes de los que dispone su choza, dos machetes, una lanza y un bastón. Su furia le lanza al exterior dispuesto a defenderse del invasor. Viendo la situación, opto por la retirada. No dejo de ser un intruso en un terreno que no me pertenece. No deseo violar ni un minuto más la poca intimidad de la que disponen. No quiero sentirme como un colonizador avasallando la privacidad y modo de vida que a la mayoría de ellos les ha sido arrebatada. Después de unos rápidos disparos de cámara, salgo de un recinto que ha conseguido transportarme a los días de Livingstone y Stanley. Unas imágenes que me confirman que aún hay pueblos ajenos al mundo en el que vivimos. Los Himba alejados del paso habitual de otros viajeros, son una prueba viviente de esa África anclada en el pasado.
Los Himba, cuya población se estima en unos 50.000 habitantes, se reparten por el noroeste de Namibia y sur de Angola. Su peculiaridad que les difiere de la etnia Herero con la que comparten del territorio, es la manera de vestir y de teñirse el cuerpo con una mezcla de tierra rojiza y mantequilla casera. Su lengua, el Otijihimba es una variedad del Herero, perteneciente a la familia de las tribus bantús del Congo.
Llegamos a una aldea que había encontrado hace unos meses mientras exploraba la región montañosa fronteriza con Angola. Debido a su aislamiento, es el lugar perfecto para realizar el primer encuentro con esta tribu.
La luz del atardecer se tamiza entre los árboles que protegen al poblado. Los hombres y los niños se dirigen hacia el interior de la empalizada que sirve de muro delimitando la zona de hábitat. Es el momento de guardar los animales y encontrarse con las mujeres del poblado que llevan todo el día encargadas de los trabajos caseros.
El peinado y la manera de llevar puestos los abalorios de decoración corporal, indican el estatus social dentro de la comunidad y la edad del individuo. Las chicas jóvenes se peinan el cabello trenzándolo hasta conseguir formar dos especies de cuernos que le caen por delante del rostro a la altura de los ojos.
Cuando son mayores el peinado es más elaborado, formando varias coletas. Cuando se casan y tienen hijos, las coletas están embadurnadas de la pasta roja y decoradas con bolas del mismo material en las raíces del pelo. A final de cada coleta hay colgando una especie de plumero de cabello que se peinan continuamente a lo largo del día. Los niños varones cuando son pequeños llevan la cabeza rapada con una línea de mechón de pelo, y ya en la pubertad se hacen un peinado que asemeja un cuerno de rinoceronte mirando hacia atrás.
Los Himba son polígamos, por lo que un hombre puede casarse con más de una mujer. El niño pasa a ser adulto en el momento que se casa, mientras que las niñas no pasan a ser mujeres hasta que no han tenido el primer hijo con un marido previamente concertado por los padres.
Las mujeres tienen una gran similitud a la hora de protegerse la piel con pasta rojiza y de vestirse con pieles, a la tribu Hamer del sur de Etiopía, aun estando a miles de kilómetros de distancia.
La falta de agua obliga a profundizar en el terreno para encontrar algo de líquido para sofocar la sed de los animales.
La pasta rojiza con la que se embadurnan el cuerpo les sirve para limpiar la piel sin utilizar el escaso agua de la que disponen, y para protegerse contra los mosquitos, la sequedad y los rayos del sol. En ocasiones, esa pasta de tierra se mezcla con plantas y resinas aromáticas, produciendo de ese modo una especie de cosmético natural que sirve también para embellecer el cuerpo.
Acabamos de montar el campamento en una tierra decorada por troncos secos dispuestos como esculturas en un bosque de hadas. Antes de que nos sumerjamos en las sombras de la noche, aparece un personaje vestido con camiseta roja. Nos ayuda a encender el fuego de campamento que nos iluminará durante toda la noche. Habla algunas palabras de inglés, lo que nos ayuda a comunicarnos con él. Se sienta junto al fuego y nos observa cual función teatral. Cachimbi, que es como se llama nuestro nuevo amigo, comparte con nosotros unos espaguetis que parecen ser una delicatessen habida cuenta de cómo se ha comido los tres cazos repletos de pasta que le hemos ofrecido.
Cachimbi me indica que su aldea se encuentra escondida a algunos kilómetros en el interior del bosque, por lo que aprovecho la ocasión para ir con él al encuentro de su familia. Llevamos casi media hora caminando bajo la oscuridad de una noche cerrada, Mi pequeña linterna ilumina la vegetación creando sombras de formas fantasmagóricas. Para él, este recorrido es como para mí el pasillo de mi casa, Sin embargo, esta caminata campo a través, la tendré que realizar sin su ayuda para volver al campamento. La vía láctea y la brújula de mi reloj, tendrán que suplantar a Cachimbi si quiero volver a dormir bajo mi tienda.
El sonido de los ladridos me indica que ya nos estamos aproximando a la aldea. Las empalizadas despuntan al final de la luz de mi linterna. En el interior del poblado todo es silencio. Los rescoldos de las brasas de las hogueras indican que nos encontraremos a todos durmiendo. Cachimbi entra en la choza de su madre y la invita a salir para que pueda conocerla. Viendo la voracidad con la que nuestro amigo se comió los espaguetis, llevo una ración para su madre que no duda en limpiar con sus dedos el interior del cazo.
Después, Cachimbi me acompaña a la choza en la que vive con su mujer y sus hijos pequeños. Allí me sorprende un hecho que me hace pensar en la ley de la selva. Su mujer me señala su estómago indicando que tiene hambre y que quiere algo de comer. Su marido se engulló en el campamento tres raciones de espaguetis, y porque no quisimos darle más, de lo contrario hubiera seguido comiendo hasta reventar. Sin embargo, no guardo nada para su mujer y los niños pequeños. En la selva el león es el primero en comer y después las leonas y los cachorros. Cachimbi también se debe sentir como una especie de león.
La explanada rojiza frente a la aldea es un magnífico lugar para pasar una nueva noche. Sin embargo, hay que obtener la autorización del jefe del poblado, generalmente el más anciano del pueblo. Mediante señas le explico cuáles son cuales son nuestros propósitos. Para ellos, nuestra presencia es un acontecimiento insólito e inusual. Los niños más pequeños lloran despavoridos nada más vernos. Nunca se habían encontrado con un hombre blanco. A los pocos minutos, casi todo el pueblo termina concentrándose frente a nuestro campamento y no tardan en convertir el encuentro en auténtica fiesta.
Bailes, palmas, saltos, sonidos de trompetas fabricadas con madera, cánticos, pequeñas hogueras…Toda una ocasión para salir de su vida rutinaria y demostrarnos lo importante que es para ellos nuestra presencia. Al cabo de una hora todo vuelve a la calma y regresan a su monotonía. Los fuegos encendidos delante de cada choza calientan el contenido de los ennegrecidos pucheros metálicos. Una noche más y una cena más que no varía con respecto a la de ayer y a la de mañana.
Todo gira en torno a una hoguera que hace las funciones de cocina, de calefactor y de lámpara. Las luces del fuego recrean situaciones mágicas. Todo fluye al ritmo natural del tiempo de África. Las llamas parecen batutas dirigiendo el concierto de la vida del pueblo. Una vida en familia en la que los más pequeños acaparan toda la atención de unos padres que disfrutan jugueteando sobre la manta en la que pasarán la noche. Me sorprende la presencia del perro que se apuesta junto al fuego, como uno más de la familia, esperando el reparto de la especie de pasta que se está cocinando en el cuenco.
Los Himba son un ejemplo más de los pueblos que se baten entre sus raíces ancestrales y la presión del mundo occidental que les presiona. Son realmente primitivos, o los primitivos somos nosotros por haber perdido el control de la tierra que pisamos?