A las seis de la mañana despuntan las primeras luces inaugurando una nueva jornada. Los más madrugadores de la aldea se aproximan para observarnos, salir de su rutina y ver si con un poco de suerte pueden llevarse a la boca algo de lo que llevamos en el coche.
Moses nos dice que una de las ancianas apostadas bajo la sombra de una de las gigantescas acacias está con malaria. Lo único que podemos hacer es ofrecer Paracetamol que calme los dolores, la fiebre y ya de paso, el hambre.
Circulamos fuera de pista y vamos siguiendo un rumbo gracias a mi brújula, como antaño se hacía, y a la información de pastores que eventualmente se encuentran en nuestro camino. En una de las paradas encontramos a una familia que llevaba varios días sin comer, situación que desgraciadamente es habitual. Les entregamos el arroz que teníamos y una lata de cereales. La luz que se filtra por entre las ramas que forman el muro de la choza descubre a una anciana tumbada sobre varias pieles de animales. Mirada perdida y una piel arrugada que parecía forrar sus huesos, me devuelve a la realidad del territorio Turkana. Una tela anudada a la cintura parece calmar los dolores en el vientre, una solución empleada en más lugares de África.
En la lejanía y protegidos por las sombras del bosque de acacias, se vislumbran personajes que comienzan a correr hacia nosotros desde el momento que nos ven llegar. Decenas de hombres, mujeres y niños, comienzan a rodear nuestro coche al tiempo que se ponen a danzar con unas pieles secas de animales. No doy crédito a lo que está ocurriendo. Mi cámara y yo nos dejamos llevar por el ritmo de los cánticos al tiempo que intento capturar el momento de locura en el que estoy sumido.
Observo que muchos de los que allí se han concentrado sujetan en las manos unos platos de plástico de color blanco, los que se utilizan habitualmente para camping. Pasados diez minutos y el éxtasis del principio, muchos se dan cuenta de que no debemos de ser los que ellos estaban esperando. Teóricamente tiene que llegar una misión trayendo comida para la población, de ahí que muchos de ellos porten unos platos y vasos vacíos a la espera de ser rellenados.
Continuamos nuestra ruta hacia el sur bordeando las colinas de Murua por un terreno cada vez más árido. Resulta increíble ver como cambia la vegetación en pocos kilómetros. Seguimos preguntando el rumbo hacia nuestro próximo destino, Lorugumu, cada vez que encontramos a alguien. Llevamos muchos kilómetros circulando fuera de pista sin ver el menor rastro de otro vehículo que haya pasado por aquí.
Nos detenemos a preguntar junto a un grupo de nómadas que han excavado varios agujeros en el lecho arenoso de un río seco. Las cabras y los dromedarios esperan pacientemente su turno para poder abrevar. El agua se filtra del suelo a cuentagotas y una niña, metida en el agujero, rellena pequeños recipientes para llenar después el bebedero. Con mucha paciencia, animales y pastores van saciando la sed después de largas marchas bajo un terreno polvoriento y unas temperaturas que rozan los 40 grados.
En Lorugumu buscamos algún chiringuito en el que poder comer algo. Lo único que encontramos son refrescos fríos, qué lujo, y unas tortas de harina que rellenamos con el contenido de una lata de carne que habíamos comprado en Lodwar. En el interior, una anciana turkana nos observa durante unos minutos mientras termina de beber un vaso de agua. Su imágen, mimetizada con el fondo de tierra de la pared, me llama poderosamente la atención hasta el punto de disparar mi cámara casi por acto reflejo y sin mirar. Pasado ese momento la mujer turkana desapareció, pero mi cámara, una vez más, ayudará a mi mente a conservar ese instante.
Por la tarde y bajo un calor al que ya no estábamos acostumbrados, llegamos de nuevo a Lodwar. En esta ocasión montamos la tienda en el pequeño terreno de la casa de Moses. Hemos terminado una ruta increíble que espero sea el principio de más expediciones que no solamente sirvan para obtener un material gráfico que permita mostrar la realidad cultural y existencial del pueblo Turkana, sino para iniciar diversas acciones que contribuyan a que nuestro viaje no caiga en saco roto. Además, el proyecto de los pozos de Oropoi ya está en marcha, por lo que espero que en poco tiempo volvamos a estar en estas tierras y, por qué no, con algunos de los que ahora estáis leyendo estas líneas.
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Que impotencia tiene que dar ver a toda esa gente hambrienta y poder hacer muy poco.
Gracias por contarlo.