Los 4×4 nos acercan al lugar en el que se celebrará la Donga. De la espesura del bosque se oyen unos cánticos que ponen los pelos de punta. De repente, una multitud de hombres desnudos y decorados con pinturas naturales de diferentes colores surgen como una aparición. Amenazantes y provistos de largas varas de madera se dirigen hacia el campo de batalla, una extensa llanura en la que ya espera el equipo ponente. Cada uno clava su bandera en el suelo, se forman grandes círculos y se inicia una auténtica batalla a bastonazos. El ambiente es indescriptible y casi irreal. En una superficie de unos tres mil metros cuadrados, dos luchadores se amenazan y golpean con las varas de madera en un ritual violento que nos hace tener una sensación de cierta inferioridad. Los golpes son brutales y la mayoría de ellos no usan ningún tipo de protección.
Entre los espectadores se encuentran las chicas que seguramente terminarán por formar pareja con algunos de los campeones que terminan siendo transportados a hombros.
Han pasado más de tres horas de batalla y es como si sólo hubiesen pasado varios minutos. En el ambiente flota una tensión salvaje y primitiva. Un salto al pasado y a las tradiciones más ancestrales. Aquí los fantasmas y los extraterrestres somos nosotros. Parecemos sobrar en este escenario y así nos lo hace sentir la indiferencia con la que nos tratan. Éste es su mundo y no el nuestro. Con esa sensación abandonamos el terreno. El ambiente está demasiado caldeado y nuestra seguridad puede verse amenazada.
Juan Antonio Muñoz