Salimos de Lalibela dejando atrás los impresionantes paisajes que difícilmente borraremos de nuestras mentes. Esta época es la mejor para viajar a Etiopía ya que las lluvias dejan el campo y el cielo en su máximo esplendor. Y, a diferencia de lo que la gente piensa, no hace nada de calor. Por ahora nos hemos tenido que tapar con mantas todas las noches.

Conforme nos dirigimos hacia el este los pueblos van cambiando su fisonomía. Dejan de ser las tradicionales chozas redondas que desde pequeños todos hemos asociado a África.

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La carretera desciende hacia la carretera general que sube de Addis en sentido norte. Los pueblos ya tienen más mezcla de cemento, cosa que hasta ahora era inexistente ya que todas las viviendas estaban construidas con troncos de madera y barro. En cualquier caso, en menos de 100 kilómetros abandonaremos la carretera para dirigirnos hacia el este bordeando el desierto del Danakil. Las temperaturas probablemente sufrirán un ascenso ya que no estaremos rondando los 2.000 metros a los que nos encontrábamos durante los últimos días.

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 Nos paramos en chiringuito de carretera para comer algo. Ese algo nos lo trae Meskeram, nuestra cocinera, que lo había preparado en Lalibela. Sabe nuestros gustos y sabe que no nos gusta la “enyera”, una especie de torta porosa sobre la que se sirven los alimentos tradicionales, consistentes en trocitos de carne con diferentes salsas. La “enyera” no nos gusta a ninguno. Es una especie de bayeta con un sabor un poco ácido, totalmente diferente a lo que nuestra gastronomía nos tiene acostumrados.

La variedad de comidas es muy escasa, por lo que lo normal es pedir arroz, espaguetis o huevos. Incluso en los hoteles mejores la variedad es escasa.

El viajero que llega a este país debe tener en cuenta las limitaciones que existen a nivel de comodidades. En la zona que estamos se encuentran hoteles aceptables que en la mayoría de los casos llegan a una estrella de nuestro estándar de alojamiento. Sin embargo, en la zona oeste, a la que no llega el turismo, lo mejor es dormir en tiendas de campaña y el mejor WC es el que nos ofrece el campo.

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En este país hay que olvidarse de los lujos, porque el verdadero lujo es el que nos ofrece la naturaleza y su gente. Personalmente prefiero este lujo al convencional que andamos buscando cuando salimos de viaje.

Cuando llevas varios días sin ver un WC en condiciones y ni una sola cama en la que meterte con gusto, pueden suceder dos cosas. O bien ya sólo piensas en volver a  tu casa para sentir nuevamente los placeres mundanos o ni te acuerdas de ellos, porque piensas  qué nuevas sensaciones y experiencias vivirás al día siguiente. El segundo caso es el mío pero no el de todo el que llega a este país con el disfraz de explorador.

Los componentes del grupo con el que viajo me han sorprendido muy favorablemente. Alemanes de una clase social muy alta, se han  adaptado a situaciones que ni siquiera hubiesen podido imaginar. Sin embargo, aquí están, esperando que nuevas sorpresa visuales les vuelvan a marcar esa parte de su interior aletargada en nuestro modo de vida occidental.

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Han sabido llevar con humor momentos en los que otros hubiesen puesto el grito en el cielo. Sin ir más lejos, lo que ha pasado en el hotel desde el que escribo en la ciudad de Kambolcha: el mejor de la zona. Al abrir una de las habitaciones que tenemos, encontramos al dueño del hotel que se había metido para darse una ducha. Cuando entran Nicolas y Fabian, el propietario les dice que no se preocupen, que en pocos minutos limpiaran de nuevo la ducha. Pero insisto, si uno quiere vivir el África que hemos soñado de niño, Etiopía es el país. Los demás placeres ya los tendremos de nuevo cuando regresemos a Europa. Nosotros podemos decir que tenemos la suerte de regresar. Los que viven en las zonas por las que pasamos no pueden decidir, les ha tocado vivir así de por vida. Y no es cuestión de juzgar lo que es mejor o peor. Son simplemente maneras de vivir diferentes.

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