Otra noche más de lluvia. Nos enteramos de que hoy se celebra una boda en una aldea perdida en las montañas. El único problema es que no se puede llegar en coche ya que varios ríos se han desbordado y, además, el acceso es únicamente a pie.
Durante casi dos horas seguimos a nuestro guía por un sendero estrecho bajo una densa vegetación. Nos encontramos a varios surma cargados con recipientes llenos de alcohol que se dirigen al poblado. Mientras avanzamos las mujeres cantan con un ritmo melódico que consigue hechizarnos mientras avanzamos.
La llegada a la aldea es espectacular. En el centro de las chozas, varias mujeres y hombres danzan, saltan y gritan como nunca antes había visto en África. Es difícil describir este momento. Nos sentimos transportados en el tiempo. No parece real lo que vemos y sentimos.
El alcohol va surgiendo efecto. Jóvenes y menos jóvenes se van calentando conforme la especie de aguardiente desaparece de los cántaros de barro.
Mientras tanto, la novia se encuentra recluida en una choza. Un fuego central calentando una especie de potaje, el humo que se escapa entre las rendijas de madera, luces tenues filtrándose entre la humareda, niños tumbados, ancianos dormidos y por fin la novia, con sus anillos en el abrazo y el gigantesco plato en los labios. Momentos de magia.
Después de varias horas, la situación nos transmite intranquilidad. El alcohol ha hecho efecto en la gran mayoría, principalmente en las mujeres. Algunas de ellas nos amenazan con largas varas de madera. Pero lo que más me preocupa es que los hombres, que también están calentitos, portan Kalashnikov. Cargados o no, no lo sé, pero mejor no arriesgarse. Salimos de nuevo, montaña abajo, al encuentro de nuestros coches. En la cabeza sólo rondan las increíbles imágenes vividas.
Por la tarde, me centro en una especie “body art” característico del pueblo Surma y también de los Mursi. El ingenio con el que se pintan y decoran es asombroso. Pinturas naturales que decoran los pueblos como de lienzos humanes se tratasen.
