Nada más entrar en aquel espacio oscuro de una pequeña aldea de Etiopía, tuve la sensación de estar frente a una de las grandes obras de Caravaggio: “La Vocación de San Mateo”. Dos focos naturales iluminaban un interior lúgubre y misterioso. Un potente haz de luz entraba desde un ventanal, al tiempo que otros rayos perdidos se filtraban por la puerta.
La luz incidía sobre los personajes allí sentados, mientras el resto del espacio se perdía bajo la penumbra. Jesucristo, Pedro o Mateo, son ahora campesinos sentados junto a la mesa mientras dejan correr el tiempo bebiendo tej (especie de vino de miel mezclado con agua y fermentado con hojas de gesho) en los berele, los recipientes típicos de cristal o plástico en forma de balón en los que se toma esta bebida alcohólica.
La luz es la verdadera protagonista del momento. Los rayos entran violentamente a través de las cristaleras iluminando los rostros, mientras que otras zonas quedan en penumbra o en oscuridad total. Una combinación de naturalismo y tenebrismo. Naturalismo ya que en la escena aparecen personajes de a pie, un espacio de mayores en contraste con los niños que aparecen por la puerta intentando invadir el mundo de los adultos. Tenebrismo, porque del mismo modo que en la pintura, esos ambientes de zonas completamente iluminadas y otras en penumbra, crea juegos de luces muy efectistas.
Al igual que en la obra de Caravaggio, todos los personajes de la imagen se concentran en la zona inferior, mientras la parte superior se encuentra vacía y envuelta en una penumbra que sólo descubre un poster en el que aparecen nueve mujeres objeto del deseo de los allí presentes.
En muchos países, los establecimientos de bebidas son lugares de evasión. Una huida en cierta parte favorecida por el consumo de brebajes alcohólicos producidos artesanalmente. Espacios en los que esconderse de los malos espíritus y de los «mal de ojo», aunque ese ambiente ensombrecido y triste no facilita mucho la expulsión de los demonios.
El tenebrismo de este tipo de imágenes, tanto pictóricas como fotográficas, no hacen más que ensalzar la belleza de la luz y lo que ella representa. De este contraste entre volúmenes iluminados y otros ensombrecidos proviene el termino de Claroscuro, una técnica que emplea la gradación de la luz para destacar las formas, volúmenes o personajes y que tuvo su máximo apogeo durante el Barroco.
Desde hace muchos años he admirado esta técnica empleada por genios como Caravaggio, Rembrandt, Zurbarán o Velázquez. Una batalla de luces y sombras que, sin darnos cuenta, invaden nuestra cotidianidad y pasan desapercibidas. Una luz teatral que inconscientemente busco en las imágenes que se me muestran en el día a día.
Cuevas, chozas, cabañas, tiendas,… espacios que desde tiempos inmemoriales han permitido al hombre cobijarse y vivir en familia. Lugares iluminados por hogueras, candelabros o ventanucos. Entrar en esos refugios es acceder a un mundo íntimo, a una cultura que nos muestra la diversidad humana del planeta en el que nos ha tocado vivir. Espacios cuyas sombras guardan grandes misterios difíciles de descifrar.
Y, cuando la luz y las sombras hacen su presencia, la vista realiza un rápido análisis de las diferentes zonas de iluminación: la zona más iluminada, aquella que primero atrae nuestra atención; la zona en penumbra con su rica variedad de tonos grisáceos; la zona oscura, aquella que sirve para realzar aún más los volúmenes iluminados; la zona proyectada, es decir, serían las sombras que proyectan los objetos o personajes iluminados; y, por último, las zonas de reflejo, que son aquellas que se benefician del resplandor de otras zonas iluminadas. Estas últimas adquieren gran relevancia cuando estos reflejos inciden en los rostros de los personajes fotografiados.
Ante estas situaciones de claroscuro, el artista tiene que buscar una disposición elegante, equilibrada y efectista de esas luces y sombras, sin olvidar los colores que refuerzan el resultado final. Hay que investigar con los diferentes planos, con los relieves, con las profundidades y, sobre todo, con el mensaje y aquello que se desea resaltar en la composición.
Caminar por las callejuelas de las ciudades históricas o de las poblaciones antiguas del desierto, es como introducirse en un laberíntico entramado de arterias sombrías. Corredores y túneles de vida que han permitido a sus habitantes contrarrestar el castigo del dios Sol. Una lucha constante teniendo a las sombras como única defensa. Nuestra cámara actuará como notario de una de las batallas más antiguas de la humanidad.
Las zonas oscuras combinadas con volúmenes lineales que realzan la profundidad, pueden conseguir mayor tremendismo a la imagen. Sin embargo, utilizar más zonas de penumbra confiere más serenidad y naturalidad al conjunto.
Jugar con las luces y las sombras es una manera de sublimar lo cotidiano. No siempre los objetos o personajes tienen que estar perfectamente definidos. Los cuerpos pueden transformarse en siluetas anónimas o sombras amenazantes. En estos casos, al igual que ocurre con la fotografía en blanco y negro, el espectador tendrá que reflexionar más sobre lo que está ocurriendo en la escena.
La historia de la humanidad viene marcada por una íntima relación con el fuego. Un elemento sin el que difícilmente podríamos sobrevivir. Fuente de calor y de luz. Una luz capaz de hechizar al que se rinde a los caprichos de sus formas.
Estamos condenados a entendernos con las luces y las sombras. Como decía Gabriel y Galán en uno de sus poemas: «De la luz y de sombra soy y quiero darme a los dos»