7 de julio 2022.  Hoy permaneceremos toda la jornada en Nouakchott. El hermano de Ahmed acompaña a Jesús a diferentes talleres para dar un buen repaso al coche. En esta ciudad se encuentran los mejores especialistas de Toyota y con unos precios, tanto de la mano de obra como de los recambios, imbatibles comparándolos con España o Marruecos. Por mi parte, aprovecho para obtener imágenes de los mercados de la ciudad y del puerto pesquero.

El primer mercado al que me dirijo es el de “la Cinquième”. La mayor parte de sus comerciantes son subsaharianos de color. Llegar hasta las proximidades se convierte en un imposible. Al caos habitual del tráfico, hay que sumar ahora la multitud de animales y personas que se agolpan y empujan con tal de llegar hasta ese microcosmos formado por miles de puestos ambulantes, lonas colgadas, cambistas de moneda y estrechos pasadizos formados por un intrincado laberinto de túneles en los que perderse observando el espectáculo humano.

La primera sensación, sobre todo al ir solo y, además, con una cámara, es la inseguridad. Con el transcurso de los minutos esa sensación desapareció. Era como si yo formase parte de ese escenario. Sudaba como ellos, incluso puede que oliese como ellos, me apretujaban como a uno más y me dejaba llevar por la atracción visual de coloridos objetos con ventiladores a los lados para permitir que el frescor te atrape y termines cayendo en el consumismo del que casi nadie se libra.

Yo me considero un consumidor de imágenes y en este lugar me dejo llevar por las provocaciones visuales. Sin embargo, voy con mucho cuidado. Parece ser que en la ciudad se necesita un permiso para fotografiar y filmar. Además, al igual que sucede en Marruecos y otros países del mundo árabe, llevar una cámara es como llevar un Kalashnikov. Ésta tiene que pasar desapercibida. Una prolongación del ojo que atrapa momentos únicos e irrepetibles. Mi atención tiene que dirigirse no sólo a lo que quiero grabar, sino a todo lo que me rodea. Un personaje que me observe puede ser motivo suficiente para que aborte la acción de apretar sobre el disparador. La reacción de alguien que se cree fotografiado puede provocar un momento de mucha tensión.

El segundo mercado es el central, compuesto más por mauras blancos que por gente de color. Aquí me subo a las alturas para observar todo desde arriba. Miles de telas y lonas protegen del sol a la multitud que busca la camisa, los pantalones, los zapatos, la bisutería o el pequeño regalo con el que celebrar la fiesta del Aid o fiesta del sacrificio del cordero, la mayor festividad del mundo musulmán. Para esa fecha sólo faltan tres días y todos se afanan en conseguir el cordero y los regalos para los familiares.

A este lugar los hay que han llegado para comprar y los que buscan la posibilidad de hacer negocio para obtener lo justo para sobrevivir. Muchos no han salido de esta especie de jungla urbana por mucho tiempo. Duermen, comen y beben en los mismos metros cuadrados. Algunos, procedentes de otros países como Malí o Senegal, confían en obtener el dinero suficiente para seguir su periplo rumbo norte en su personal búsqueda de El Dorado.

Por la tarde me dejo caer en otro de mis lugares preferidos de la capital, el puerto y playa de pescadores. Si debía tener mucho cuidado con la cámara en los mercados, aquí con más motivo. Lo consideran uno de esos lugares estratégicos en los que está prohibido fotografiar. La visión al atardecer es impresionante. Sobre la playa se amontonan miles de embarcaciones de pesca decoradas y engalanadas con banderolas, grafitis y dibujos multicolores. Puede que una manera de apaciguar la soledad y monotonía de las duras jornadas de trabajo en la mar.

Del horizonte no hacen más que aparecer embarcaciones que varan en la arena de la playa. A continuación, los pescadores de abordo descienden y todos al unísono empujan la barcaza mientras cantan hasta algún hueco libre sobre la arena. Muchos policías controlan las llegadas, puede que para evitar algún tipo de contrabando procedente de alta mar.

La pesca se lleva con carromatos tirados por burros hasta la lonja para ser vendida. Otros, empaquetan el pescado con hielo para conducirlo hasta los mercados. Coches, totalmente desintegrados por el salitre del mar y que incomprensiblemente ruedan y funcionan, transportan las cajas. Para ellos, esta puesta de sol es una más de cientos de días de un trabajo que no conoce ni sábados ni domingos. Para nosotros, representa el final de la última etapa antes de iniciar el regreso hacia Marruecos. Por delante, miles de kilómetros de extensiones desérticas entre brumas, espejismos y carreteras, hasta llegar nuevamente a nuestro punto de salida: Hara Oasis y el palmeral del Valle del Draa.

Muchas gracias a todos los que habéis seguido las crónicas. Una manera de estar también con vosotros en una tierra en la que todavía queda mucho por ver y descubrir. Hasta la próxima.

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