24 junio 2022. Nos acostamos a las 02:30 de la madrugada después de casi 1.000 kilómetros de ruta por la costa atlántica. En dos ocasiones abortamos la idea de acampar debido al fuerte viento y la sensación de frío. Al intentar llegar a unas dunas situadas a varios kilómetros al interior desde la carretera, ocurrió algo que era previsible, sobre todo cuando el cansancio merma las facultades. Un atasco a las dos de la noche bajo las inclemencias del tiempo, sólo tiene una solución razonable: dejarlo todo, montar las tiendas y a dormir. Mañana será otro día.
Ya nos falta poco para llegar a la frontera. Las nubes algodonosas han dado paso a un ambiente de calima y polvo que dificulta incluso la visión. El viento azota todo lo que se pone a su paso. El paisaje es más dramático e infernal. Puede, que el recuerdo de aquel año en el que a pocos kilómetros de donde nos encontrarnos, explotó uno de los 4×4 de nuestra expedición por culpa de una mina anticarro, haya marcado en mi memoria este lugar como la antesala del diablo.
Cuatro horas hemos empleado para hacer los trámites de las dos fronteras, la marroquí y la mauritana. El caos en la segunda requiere del viajero una elevada dosis de paciencia, sangre fría y atención. Realmente, esta frontera ejerce un efecto de tapón para aquellos que, procedentes del África subsahariana, intentan alcanzar el «Dorado». Europa ya queda más cerca.
Desde la frontera llamo a mi amigo Ahmed Kenkou que en estos momentos se encuentra en Atar. Después de informarle que nuestra intención es dormir por las dunas del Azzefal, nos convence para que nos dirijamos a una casa que tiene en Nouadhibou para descansar, cambiar dinero y hacer acopio de combustible (más barato que en Marruecos). La invitación es aceptada por mayoría. Un buen momento para poner el material en orden, hacer una colada y saborear una cama.
Nos acercamos al mercado más antiguo de la ciudad con el propósito de buscar tarjetas SIM para nuestros teléfonos. Diara hace de guía a través de este mundo tan especial de intrincadas callejuelas de las que se escapan miradas perdidas de una juventud, en su mayoría de color, con un futuro incierto. Tengo la sensación de estar en una especie de «ghetto» que me produce una sensación de intranquilidad, sobre todo si mi cámara hace acto de presencia. Llama la atención la colección de «vehículos milagro». Coches que se niegan a pasar a mejor vida. Un ejemplo lo tenemos en un motocarro destartalado llevando sobre su caja una carrocería de un coche que seguramente volverá a circular. El cansancio nos lleva de vuelta a la casa. Sólo necesito descansar para recargar energía. Nos queda mucho por recorrer y muchas experiencias por vivir. Son las 12:25 de la noche y doy por finalizada mi crónica. Mientras Jesús debe estar roncando como un angelito, a mí me toca ahora hacer la colada y esperar que todo esté seco para mañana.