Si la preparación de la expedición por el Chad fue más laboriosa de lo que suponía, la de Mongolia ha sido más ardua de lo que pensé en el momento de comprar los billetes hacia Ulan Bator. El objetivo del viaje se centraba en alcanzar las regiones remotas del oeste, frontera con Rusia y China. Teniendo en cuenta que la ruta se tendría que realizar por libre, sin viaje organizado por alguna agencia, y que el día a día se decidiría sobre la marcha, sólo quedaban dos alternativas: alquilar un 4×4 a la llegada a la capital, o comprar un vuelo interno hacia Khovd o Ulgii. La primera se desestimó por el estado de las pistas y el tiempo que se invertiría entre el viaje de ida y el de vuelta. Así que sólo teníamos la opción del vuelo interno. Antes de mi viaje al Chad, resultó infructuoso la adquisición de los billetes por internet, por lo que habría que esperar a la llegada a Mongolia para poder comprarlos en el momento, con el riesgo que eso llevaba consigo. Durante mi estancia en Chad, Luis Mata, uno de mis compañeros de viaje, consiguió por fin, comprar dichos billetes. A mi regreso, y a menos de una semana de volar hacia Ulan Bator, lo teníamos todo menos la logística interna en esa zona del país. Por suerte, gracias a una cena con mi buen amigo Mariano López, director de la revista Viajar, se consiguió cerrar el aspecto organizativo de la expedición. Entre él y Martín Anello, director de producto de B the Travel Brand, pudieron contactar con Otgoo, gerente de la agencia mongola World Summit. En tan solo dos días ya estaba preparada la logística de nuestra aventura. Otgoo, eficaz y colaboradora donde las haya, nos tenía preparada una fantástica furgoneta 4×4 equipada con material de acampada y con un guía de habla inglesa. Al volante, Maggie, un conductor amante de la exploración como el que más. Ahora sólo quedaba llegar a Khovd e iniciar nuestra ruta rumbo a lo fuera saliendo, ya que no había ningún recorrido previsto. Ni Tserenlkham, nuestro guía, ni el conductor, conocían las pistas por las que deseábamos adentrarnos.
La sorprendente visión desde el avión hace suponer que nos dirigimos a un territorio fascinante. Formas casi irreales, combinaciones de dunas, roca y agua, lagos, montañas nevadas… Escenarios de desiertos míticos como el Gobi, o de montañas cargadas de hazañas y conquistas.
La visión de Khovd desde el avión, rodeada de cumbres fantásticas, es el inicio de nuestro periplo. La luz que ilumina nuestra llegada es un regalo a tanto esfuerzo para acceder hasta este apartado lugar del planeta. Las nubes, que tanto deseaba para adornar mis composiciones fotográficas, están allí, esperando y recreando el paisaje con juegos de luces y sombras. Incluso el camión de bomberos apostado junto a la pista de aterrizaje, parece formar parte del atrezo.
La ciudad de Khovd aparece como por arte de magia en medio de la nada. Puede que su significado de hueco o agujero tenga sentido en medio de una naturaleza que no admite interferencias que puedan menospreciar la belleza salvaje del entorno. Un hueco al que parece no haberse adaptado por completo.
Una ciudad de menos de 30.000 habitantes y una corta historia de casi tres siglos que vio como la pequeña población se convirtió en prisión para musulmanes de Asia central y del Xinjiang chino, hasta que en 1912 las tropas de mongoles conquistaron la ciudad y expulsaron a la población manchuria y china. Actualmente, en la ciudad se respira una decadencia que llega a ser hermosa. Casas bajas de madera y cemento, con composiciones infinitas de colores, se mezclan con las yurtas tradicionales, tiendas que representan la cultura de una población con genes de nómadas.
Nuestro viaje tiene por objetivo conseguir alcanzar las tierras pobladas por trashumantes que se dedican a la caza de animales con la ayuda de águilas. Para ello, tendremos que recorrer pistas que dentro de pocas semanas se verán impracticables por culpa de las nieves. Estamos a principios del mes de octubre del 2019 y las temperaturas ya han descendido a 10 grados bajo cero.
En este primer relato no voy a hablar de la gente y pueblos con los que nos encontramos, eso lo dejo para las siguientes entregas. Voy a dejar que el protagonismo se lo lleve el escenario en el que nos movemos. Conforme avanzamos por las pistas desérticas, me vienen a la memoria frases de la letra de una de las canciones de Franco de Vita: Mira más allá de lo que ves, no dejes de escuchar tu corazón. Y verás, mira un poco más allá. Que el mundo no termina donde, allí donde tus ojos pueden ver. Ven que lo bueno va detrás… Una letra que refleja la realidad de lo que se presenta ante nuestros sentidos.
Una vez más, el desierto nos muestra a través de sus composiciones de luz, color, formas y volúmenes, una auténtica galería de arte. Tengo la necesidad de parar a cada momento, no solo para certificar con mi cámara lo que observo en cada descubrimiento, sino también para dar tiempo a digerir las sensaciones que se van acumulando. La retina intenta asimilar todo lo que se presenta en cada giro de cabeza, sin llegar a distinguir lo real de lo irreal, lo que realmente se ve y lo que uno se imagina.
Otgoo nos dijo antes de nuestra salida de Ulan Bator que no veríamos ni un solo árbol a lo largo de nuestro recorrido. Mongolia es casi un país sin árboles, sin vida aparente en un mundo misterioso que, a costa de recorrer tantos kilómetros en esa especie de vacío, te obliga a reflexionar sobre la realidad de la sociedad del mundo en el que vivimos. Tener la sensación de estar caminando por la corteza de Marte, te aleja de lo ficticio y te aferra a la tierra por la que pisas.
Da igual cómo se llame el desierto o en qué continente esté, el espectáculo es incesante. Las dunas siguen su camino allá donde se encuentren, moviéndose sin prisa, dejando que el viento las acaricie y juegue con sus formas de un modo imperceptible y continuo.
Los animales firman con su presencia el lugar en el que nos encontramos. Los caballos parecen querer competir con los camellos por el control de las dunas en las cercanías del desierto del Gobi. Puede que la visión de este grupo de caballos atravesando los cordones de dunas no sea tan espectacular como la de los elefantes en las dunas del Namib, pero en mi caso, disfruto de una representación que, por lo inusual, adquiere tintes de grandeza.
Una línea que parece no tener fin y que seguimos atraídos por la magia de lo enigmático y desconocido. Una línea de la que es difícil escapar y que se antoja caprichosa y juguetona. Sabes casi con toda seguridad que en su final tendrás que retroceder y, aun así, continuas la dirección que te marca porque en el fondo crees que te llevará hacia el descubrimiento de cosas sorprendentes.
Hay ciudades cuya visión no invita a su descubrimiento y menos al descanso. Sin embargo, alcanzar Ulgii es un alto en el camino que induce a tomar fuerzas sin perder el embelesamiento ante los gigantes que la rodean. Estamos en territorio de Kazajos, inmigrantes de Kazajistán que llegaron en el siglo XIX cuando muchos de ellos fueron expulsados por los rusos.
En las proximidades de Ulgii, en el corazón de las montañas de Altai, se encuentran las cumbres más elevadas de todo Mongolia. Cimas de más de 4.000 metros en cuyos alrededores los minerales han decorado el suelo con diferentes colores con los que recrearse para combatir la monotonía cromática impuesta por la falta de vegetación.
Y es precisamente en ese mundo frío y desolado, donde los Kazajos han conseguido sobrevivir a las inclemencias de un clima casi extremo que les obliga a soportar temperaturas de 45 grados bajo cero durante los meses de invierno. Una población, en su mayoría nómada, que tiene en el águila su seña de identidad y casi de supervivencia. Pero eso lo veremos en mi siguiente post.