Si uno lee atentamente las recomendaciones de la mayoría de los Ministerios de Asuntos exteriores en materia de seguridad sobre la situación del Chad, lo más lógico sería abortar el viaje. Y a punto estuve después de que hace unas semanas el gobierno chadiano decretara el estado de emergencia en el este del país. La falta de una logística que me diese el apoyo y una seguridad para que mi proyecto saliese adelante, recomendaba actuar con un poco de sentido común. No es lo mismo llegar sin nada preparado a países como Senegal, Kenya o Tanzania, que a países con un germen latente que puede arruinar las ilusiones que uno tiene por conseguir los objetivos propuestos.
El destino quiso que se cruzase en mi camino Adolfo Guasti, italiano residente en Chad. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo sobre mis necesidades y lo que pretendía en esta expedición. Así, después de no más de una semana de intercambio de correos, todo estaba listo a nuestra llegada a Ndjamena. Jesús Ibañez, amigo con el que recorrí hace un año gran parte del desierto mauritano, sería mi compañía. A nuestra llegada a la capital ya estaba listo un Toyota HZJ76 para adentrarnos en una zona del Sahel fuera de pistas, a la búsqueda de algunos asentamientos nómadas de los Wodaabe, conocidos como Bororo o Mbororo, un subgrupo étnico de los pastores Fulani, también llamados Peul. En un punto de nuestro primer día de ruta, se unió a nosotros un mediador que nos haría de enlace con los jefes de tribu. Sin él no sería posible la convivencia en sus campamentos y, mucho menos, la posibilidad de fotografiarles.
Había un par de razones para viajar a principios de septiembre. La primera era puramente estética. Buscaba esos cielos, casi dramáticos, que ya me cautivaron en mis primeras expediciones por el Sahel durante la época de lluvias. La segunda, era la de poder coincidir y asistir a alguna fiesta de la Gerewol, un espectacular encuentro amoroso entre estos pastores coincidiendo con el final de la época de lluvias.
Poco a poco vamos superando los barrizales. No hay camino marcado. Sólo el dedo de nuestro guía marca el rumbo a Adolfo que no puede despistarse ni un segundo, ya que de lo contrario podemos quedar atrapados en alguno de los grandes agujeros de fango. Nuestro riesgo al viajar sin un segundo vehículo hace que toda prudencia sea poca.
A lo lejos se divisa el primer campamento. El cielo amenaza con unas nubes de tonos y formas fantasmagórica, casi irreales. Nuestra presencia no parece causar ningún interés. Para estos nómadas lo más importante es la protección de sus escasos bienes contra el agua que se avecina. Todo se guarda bajo plásticos de diferentes colores que decoran la monotonía del verde paisaje que nos rodea.
El calor es asfixiante, no tanto por la temperatura sino por la humedad reinante. Es el preludio de lo que está a punto de llegar. Después de montar el campamento en un tiempo record, salgo catapultado con mi cámara hacia el trajín de vida y trabajo de los nómadas. De repente, el gran diluvio. Unos se apresuran en juntar a sus animales, otros en atar los plásticos a los palos de las tiendas de fortuna construidas con ramas, y otros, en mantener avivado el fuego con el que se están preparando la cena. Al final, termino buscando cobijo en uno de estos cobertizos esperando que pase el temporal. A pesar de la protección de mi cámara fotográfica, el agua que cae de mi gorra empapa el objetivo. Aún así, no puedo dejar pasar este momento, por lo que confío en la estanqueidad de mi lente esperando no arruinar las imágenes que estoy capturando.
Después de la tempestad, de nuevo la calma y un sol que permite secar las telas dispersas sobre los arbustos. Se acerca la noche y de nuevo el cielo se oscurece. Todo indica que la función está a punto de reanudarse. Un espectáculo que se desarrolla año a año, una representación de la naturaleza que traslada a cientos de miles de personas y cabezas de ganado en busca de pastos y agua. Una cultura que apuesta por sus tradiciones y modo de vida mediante unos conocimientos que se van heredando de padres a hijos.
En todas las comunidades Bororo existen unas normas y principios que rigen la vida diaria y les permiten sobrevivir. Históricamente, estas poblaciones han sido muy marginadas, por lo que han estado apartadas de los derechos más fundamentales. Todo ello, unido a la dureza de una vida errante, da como resultado un pueblo de una fortaleza asombrosa. Sin embargo, sólo un 1% de los niños Bororo tiene acceso a una escolarización y un 0% en el caso de las niñas. Además, a lo largo de sus rutas migratorias no existen centros de atención sanitaria, por lo que la mortalidad es muy elevada.
El anciano de la imagen, cobijado bajo la sombra de unas telas y un arbusto, parece haber llegado al límite de sus fuerza y posiblemente de su vida. Me siento impotente ante una situación que escapa a mis posibilidades y a las de mi botiquín. Lo único que puedo hacer es ofrecer un Paracetamol, un gesto más psicológico que curativo. Ni siquiera el agua que le dan a beber para tomar la pastilla está limpia. No hay pozos en esta zona, por lo que se abastecen con el agua de los charcos. Por eso, la urgente necesidad de la construcción de uno o varios pozos en la zona de pastoreo en la que nos encontramos. Al atardecer el anciano ha desaparecido. Prefiero no preguntar.
Las primeras luces marcan el inicio de una nueva jornada, un ritmo regulado por acciones que se repiten día a día, mes a mes y año tras año. Un ritmo centrado en la relación del hombre con los rebaños de cebús de largos cuernos, cabras y ovejas. Hay que reavivar el fuego, seleccionar algunos animales para el ordeño, elaborar el yogur agitando las calabazas en las que se ha introducido la leche, guardar el agua recogida de la última lluvia, moler el mijo, buscar leña…
Los más jóvenes encienden pequeñas hogueras sobre las que depositan unas hojas cuyo humo repele a los mosquitos y protege a las vacas que se concentran junto al fuego. Conocía la asombrosa relación que este pueblo tiene con sus animales, pero hasta ahora, y después de haberlo vivido, no he podido ver hasta que punto esa relación es casi humana. Muchas de las vacas tienen nombre y conocen perfectamente a sus dueños. Mi presencia puede producir, al no ser reconocido por el ganado, una pequeña estampida.
Para poder entender la vida de los Bororo hay que convivir con ellos, montar el campamento junto a sus cobertizos y soportar y sufrir durante un breve periodo de tiempo, lo que ellos experimentan a lo largo de toda su vida. Mosquitos, humedad, tormentas, barrizales, falta de agua limpia,… Disponemos de no más de medio litro de agua para nuestro aseo personal. Incomodidades a las que hay que saber adaptarse para apreciar lo que tenemos a miles de kilómetros. Y, aunque este comentario puede dar pie a pensar que me dan pena, es todo lo contrario. Su modo de vida les hace sentir libres y felices. Sólo dependen de su trabajo, de su intuición y de la naturaleza. Mientras tanto, cada momento de contacto con esta gente supone una lección de vida que difícilmente podremos olvidar. Espero seguir aprendiendo a lo largo de las próximas jornadas.