Desorientada o perdida, nunca lo sabré. Apostada e inmóvil en medio del camino de tierra, me obliga a detener el coche. En lengua bereber se le pregunta si necesita ayuda. Ninguna respuesta. La invitamos a montar en el todo terreno para llegar hasta la primera aldea de esta zona del alto Atlas. Su curvada espalda rivaliza en dureza con las del camino de tierra por el que transitamos. Su expresión, y sus marcadas arrugas, son todo un mapa de la vida que le ha tocado vivir. Vida que se hace extensible a la mayor parte de las mujeres que encontramos en el mundo rural de Marruecos.
Tradicionalmente existe una división entre los diferentes grupos bereberes. Unos hablan el Tamazirt y otro el Tachelheit. Los primeros son sobre todo pastores, nómadas o seminómadas, y su riqueza se basa en los rebaños, de los que consiguen la lana con la que fabrican las tiendas y las mantas a rayas que utilizan las mujeres para vestirse y que las diferencian de otros grupos tribales. Con el paso del tiempo este grupo se está sedentarizando.
El segundo grupo se ha dedicado básicamente a la agricultura y vive entre las líneas de los campos de cultivo y las kasbas. La mujer de nuestro encuentro pertenece a estos pueblos sedentarios en los que antaño los hombres cumplían la función defensiva, eran guerreros y se encargaban de proteger a sus familias que permanecían ocultas tras los muros de las formidables construcciones de barro. Mientras, las mujeres se encargaban del resto de las tareas familiares.
En estos momentos asistimos a una disgregación de la sociedad bereber desde un punto de vista social y cultural. Al no existir guerras ni conflictos intertribales, las kasbas como edificaciones fortificadas, ya no tienen mucho sentido en un Marruecos unificado y en paz, por lo que se están abandonando. Llegado este momento, los hombres han dejado de tener esa función de protectores y guerreros de la que dependía la supervivencia del clan. Han dejado de ser los grandes patriarcas que mantenían unido al grupo. Por eso se les eximía de los trabajos cotidianos que las mujeres solían realizar.
Después de la época del Protectorado, gran parte de los hombres de esa sociedad sedentaria se vieron obligados a buscar trabajo en las grandes ciudades o en el extranjero, a montar algún negocio, a ayudar en las labores que las mujeres no podían hacer, como la recogida o la trilla de la cosecha en otoño, o a vender en los mercados los productos conseguidos en el campo. Ahora, en los ratos libres, la principal ocupación consiste en reunirse con el resto de hombres de la comunidad para tratar sobre lo humano y lo divino. Escenas que sorprenden como contraposición a la actividad de la mujer a la que raramente se la ve en esa actitud.
La pacificación no ha supuesto ningún cambio para la mujer que sigue un ritmo de vida acorde a los ciclos de la naturaleza. El mismo desde hace siglos. En otoño: trabajo de campo y siembra. En los duros inviernos, sobre todo cuando se vive en la cordillera del Atlas, y en ocasiones bloqueados durante días por la nieve: búsqueda de leña y agua, trabajo en los telares de lana y en los interiores de las casas.
En primavera: de nuevo trabajo en los campos, mantenimiento de las acequias, quitar malas hierbas, plantar patatas y verduras. En verano: recogida de la fruta, segar los campos de cereales y cortar la alfalfa para, a continuación, amontonarlas y transportarlas.
Puede que lo más llamativo para nosotros, que no dejamos de ser meros espectadores de un modo de vida totalmente diferente, sea la imagen de las mujeres transportando enormes cargas que en ocasiones las duplican en tamaño. Y, si en algún momento surge la ocasión, no hay más que hacer la prueba de llevarse a la espalda los fardos que a diario tienen que cargar durante kilómetros y pronunciadas pendientes. Una manera de sentir nuestras debilidades en comparación a la fortaleza de estas mujeres que, a pesar de todo, no pierden una elegancia y colorido que las ha identificado desde hace siglos.
Parece no haber barreras para el trabajo de la mujer, sobre todo en el continente africano. En cualquier país la situación se repite, de una u otra manera. La carga la pueden llevar en la espalda o sobre la cabeza como en gran parte del África subsahariana. Casi siempre solas, sin tiempo para disfrutar de lo que nosotros llamamos el tiempo libre, todo un lujo al alcance de muy pocas.