Nos acabamos de enterar que han suspendido el servicio ferroviario entre Francistown y Gaborone, un imprevisto más que nos obliga a recurrir de nuevo al autobús para seguir la línea del ferrocarril. Este cambio de planes hace que nos planteemos la posibilidad de aprovechar la situación para acercarnos a una zona situada a 180 kilómetros al noroeste de esta ciudad, al salar de Makadikgadi, aparentemente más grande que el salar de Uyuni en Bolivia. Desde Francistown sale un tren de mercancías que se interna en el salar, una extensión de terreno en la que todavía se encuentran tribus de bosquimanos, los Sam. Éste es uno de los grupos étnicos más antiguos del planeta, con miembros que aún conservan su tradicional modo de vida. El problema es que hay que buscarlos y para eso se necesita tiempo y suerte. De lo primero ya no tenemos mucho. De lo segundo no nos podemos quejar a pesar de las incomodidades del viaje. Aunque esta falta de comodidades haya terminado por hacer confesar a Jorge la frase del día: reconozco que soy un fan del confort. Por desgracia, de eso estamos teniendo poco.
Esta manera de viajar, nueva para mi compañero, suscitó el otro día un nuevo tema para escribir uno de sus flashes: Qué se entiende por el término aventura en nuestros días? Poco a poco le va dando forma y los pocos momentos que tenemos de tranquilidad los emplea en plasmar lo que para él supone la expresión aventura cuando se asocia a un viaje. Tengo ganas de que lo termine porque seguro que será interesante su visión personal sobre tan controvertido tema.
La verdad es que tenemos poco tiempo para escribir. Cada día que me meto en mi habitación –cada uno duerme en una- me toca hacer la colada para que se pueda secar antes de mañana, salvar el material de fotos en discos duros, hacer una rápida selección para el blog y escribir a toda prisa la crónica diaria antes de que se me cierren los ojos. Eso no siempre es sencillo ya que en ocasiones dormimos en el tren, por lo que no siempre puedo revisar lo escrito..
Hoy nos encontramos con un pequeño problema no previsto: imposible encontrar un sitio para conectarnos a internet y poder mandar las crónicas. Increíble, estamos en la segunda ciudad más importante de Botswana y sin embargo nadie tiene wifi ni encontramos los famosos cyber café tan extendidos en el resto de países de África.
Por la calle coincidimos con un personaje llevando un ordenador portátil abierto. Es una buena ocasión para preguntarle por algún lugar en el que poder conectarnos. Él también está buscando algún punto de enlace a la red, por eso lo lleva abierto. Se acerca junto a la puerta de una tienda de ropa que está cerrada ya que es domingo y llama a su propietaria por teléfono. Ésta le dice la clave de acceso, pero nada, no consigue tan deseada conexión.
Resulta que Shingi Madondo, el personaje del ordenador, es periodista de dos periódicos de esta ciudad. Sin embargo, es curioso ver como se tiene que buscar la vida para conectarse y poder mandar sus noticias. Nos juntamos a él para buscar el tan ansiado punto de acceso. Hoy es domingo y los cyber café que encontramos están cerrados, por lo que terminamos en un restaurante de comida rápida de uno de los centros comerciales. Aquí contratamos una hora de acceso a internet, nos atrincheramos en una de las mesas y cada uno se sumerge en su teclado.
Nunca hubiese pensado al ver como es la ciudad, completamente europea, que algo tan universalmente común como es internet, aquí sea una de sus grandes carencias.
Llevamos cinco horas dentro del local, el que aparece con Jorge en una de las fotos que adjunto al texto. Está diluviando, por lo que lo menos aconsejable es salir. Tenemos claro que hoy nos quedaremos en la ciudad para organizar nuestro viaje hasta la zona de los salares. Para eso nuestro amigo Shingi nos será de valiosa ayuda.
Mientras esperamos a que deje de llover me doy una vuelta por la galería comercial. Hoy las fotos no son nada fuera de lo habitual a lo que ya estamos acostumbrados en Europa. Quiero captar en los pocos minutos que paseo por el centro la vida de esta ciudad, muy lejos de mi idea de lo que sería una ciudad de este país antes de mi llegada.
Cundo se habla de Botswana uno piensa en animales, parques naturales, bosquimanos, el desierto del Kalahari o la película de los Dioses deben estar locos. Nadie piensa que en un país de tan solo 1,8 millones de habitantes y en esta zona de África, uno pueda sentirse como en casa, entrar en un supermercado como Carrefour o Alcampo y encontrar de todo.
Nos vamos al hotel después de acordar con Shingi la posibilidad de alquilar un coche para ser más libres a la hora de explorar la zona de los salares, seguir la vía del ferrocarril y regresar en dos días a Francistown. Mañana veremos si los planes son viables o acabamos en algún lugar en nada parecido a lo pensado. A esto se le llama aventura? Esperemos a ver la opinión de Jorge.
Texto: Jorge.
La última aventura
Gracias a un wifi hotelero, a orillas del Zambeze, a escasos mil metros de las cataratas Victoria -si su inefable explorador levantara la cabeza…– pude seguir desde mi móvil el debate virtual que enfrentó, allí al norte, a mis camaradas de viaje habituales. El tema caliente era si la Trenafricana en la que estamos inmersos Juan y yo mismo, era una aventura o sencillamente un viaje incómodo a lugares con bastante literatura de ficción detrás. Y desde el mismo territorio objeto de discusión, coincido con las dos posiciones encontradas, en la que no hubo ni vencedores ni vencidos, dicho sea de paso.
A mi juicio, hace ya años que la palabra aventura le queda grande a la iniciativa de viajar por países poco asfaltados y con amplio espectro de amenazas para la salud, incluso aunque uno mismo se haya diseñado y contratado el periplo, sin el concurso de agentes especializados. El GPS, el teléfono satélite, el wifi, los 4×4, móviles y tablets, las prendas gore-tex y polartec, los walkie talkies y sobre todo el nivel de información disponible en la red sobre cualquier destino del planeta, le han arrebatado romanticismo, caché y reputación al término aventura, deportándolo al territorio de la clase turista. Y aún asumiendo este proceso con resignación, si algo me subleva cuando se habla de ciertos viajes no convencionales es que se les llame turismo de aventura. ¿Turismo y aventura compartiendo mantel? Qué desilusión!
Para desenredar la madeja, propongo que la respuesta no dependa del destino, ni tan siquiera del camino, o del medio de transporte, ni del tipo de alojamiento que se elija, sino de un elemento común omnipresente en todos los viajes: la cabeza del viajero.
Si viajas con la cabeza adecuada tu viaje será lo que quieras que sea. Ayer Juan me comentaba que la vilipendiada palabra viene del latín aventure: cosas que han de venir… y así es, si se abre la mente al ciento por ciento a la experiencia que llega, sin prejuicios, aún paseando por la Puerta de Alcalá de Madrid se vivirá una auténtica aventura, sin que sea menester cruzar el paso de peatones de Serrano con el semáforo en verde para el tráfico rodado.
En busca de la excelencia en sacarle chispas al siempre escaso tiempo para viajar, también me atrevo a deslindar algunas inercias en tendencia, abocadas al descarrilamiento, como la de coger vacaciones y hacer un “viaje de aventura”: viajar en mayúsculas implica trabajo serio antes y durante, para no tener demasiado después deshaciendo entuertos y no a todo el mundo le encaja, en su patrón de descanso vacacional. Tampoco la evasión y la aventura mezclan necesariamente bien, la primera es efímera por vocación, la segunda aspira a llegar para quedarse en el curriculum viajero del individuo, ocupando un capítulo estelar.
Personalmente, no concibo tomar vacaciones para hacer más o menos lo mismo que el resto del año, solo que en pantalón corto. Y aunque el salir de lo cotidiano no es la motivación principal, hacerlo me sitúa en otra, por aquello de que para llegar donde nunca estuviste tendrás que andar caminos que nunca osaste.
Y sí, a fuerza de años, kilómetro a kilómetro, visado a visado, van acumulándose cruces de fronteras geopolíticas y personales, cada vez más ajenas al propio origen. Fronteras de lugares solitarios y polvorientos, otros exuberantes e inasequibles, o míseros y olvidados, o plenos en recursos y despilfarro, muchos con mosquitos despiadados… lugares casi todos gloriosos, donde la belleza gobierna por encima de leyes humanas y dramas sociales e inspira emociones inalcanzables para uno, por otros atajos menos esforzados. Lugares que poseen su alter ego en el espíritu y en la memoria vital del viajero y que hacen de la frontera una puerta al edén personal en la distancia.
Ergo, última propuesta de hoy, por fin, después de exiliar al término aventura por desproporcionado y pensando en un digno compañero para el vocablo viaje, Juan y yo deslizamos la expresión Viaje de Frontera*. Y lo hacemos desde un impersonal y desubicado Chicken & Chips de Francistown -hay poco donde elegir-, sentados con Shingi, un periodista del primer semanario de Botswana, al que se abordó por la calle, mientras fuera cae la del fin del mundo.
¿También turismo de frontera? Por qué no…
*Como sucede en alguna otra ocasión, suena mejor en la lengua materna de aventureros míticos como el aquí ineludible Livingstone.