Da igual cuántas veces haya viajado por el desierto del Sahara, su presencia me suscita las mismas sensaciones que la primera vez que alcancé sus arenas sobre mi primera moto, una Vespa 150. Ya entones me quedaba admirado ante algo tan sencillo como sus formas y volúmenes. Un regalo visual con elementos simétricos repetidos una y otra vez. Una perfecta geometría difícil de observar en la naturaleza.
Siempre distintas, siempre suaves, las dunas son el regalo que la erosión ha dado a la visión del viajero. Las rocas y la arena parecen crear formas y paisajes de una simplicidad cautivadora. En algunos momentos, su presencia aflora sentimientos profundos, incluso ternura. Algo opuesto a la realidad de un medio hostil y agresivo en el que la erosión parece desintegrar el mundo mineral que me rodea.
A poca sensibilidad que uno tenga, “el vacío silencioso y desolado” resulta hermoso, increíblemente bello. Las dunas saben crear auténticas galerías de arte limitadas únicamente por el cielo y la línea del horizonte. Allí, en la vasta soledad, se yerguen las pétreas y finas esculturas de la erosión. Viajar por el desierto del Sahara es como asistir a un matrimonio de ciencia y arte.
De un modo imperceptible, la ley de la gravedad hace caer los granos de arena hasta la base de la duna dejando sobre sí una cresta de formas aerodinámicas. Al igual que en las montañas nevadas, se van produciendo pequeñas avalanchas que van moldeando el terreno con diseños que parecen combinar lo real con lo irreal, un arte natural y abstracto. Un decorado apto para mentes visionarias en el que nos transportamos a mundos imaginarios.
En el desierto, el espectáculo es continuo. A cada hora la representación es diferente, con juegos de luces que modifican constantemente las formas y los colores. Por la mañana, y a la hora del crepúsculo, las sombras recrean el paisaje. Sin embargo, al mediodía la luz acentúa la dureza del lugar, una dureza que la arena del desierto muestra en multitud de formas a los que allí viven.
Las tormentas de arena son uno de los espectáculos más estremecedores de la vida en el Sahara. Una suave brisa puede dar lugar a una tempestad de arena y polvo capaz de mover a un vehículo. El espectáculo es impresionante. En pocos minutos el cielo se torna oscuro para a continuación teñirse de naranja. Instantes después, se desencadena una violenta cortina de polvo y arena que en poco tiempo arrastra todo lo que se encuentra a su paso. Los dromedarios, sabiendo lo que les espera, se echan al suelo gruñendo y bajando la cabeza. En breves momentos, la arena da paso a la lluvia que golpea con furia inundando la árida superficie de la tierra.
Sin embargo, lo que más puede modificar el paisaje es el continuo soplo del fenómeno llamado viento de arena. Ésta se traslada formando una densa capa de cerca de medio metro de altura, fluyendo constantemente en una cadencia rítmica e infinita. Esta alfombra de granos minerales en movimiento es la responsable de las diversas formaciones de arena, que van desde diminutas ondulaciones hasta colinas de 500 metros de altura y que constituyen la compleja y cambiante superficie de los mares de dunas y ergs.
Una arena siempre distinta, siempre cambiante. O al menos, eso parece, porque cuando hay una tormenta de finísima arena, ésta parece querer asfixiarnos entrando por todas partes. Es entonces cuando adquiere credibilidad el dicho tuareg que cuenta que el polvo en el desierto consigue entrar hasta en el interior de un huevo.
Durante el día la temperatura superficial del suelo se eleva enormemente por la influencia de la intensa radiación a través de un cielo sin nubes, pudiendo alcanzar una temperatura de 60 o 70 grados. Sin embargo, a un metro de profundidad la temperatura permanece constante día y noche, por lo que muchos animales se aprovechan de ello viviendo y ocultándose durante las horas de calor en agujeros o madrigueras. Es la única concesión que las dunas otorgan a la vida animal formada por invertebrados, reptiles y pequeños roedores. El momento de menor sufrimiento coincide con el atardecer, cuando nuevamente el cielo se tiñe de tonos naranjas y rosas y las dunas se enfrían, envolviendo todo lo que nos rodea de encanto y silencio.
Los desiertos del mundo crecen y las dunas siguen allí, vivas, majestuosas. Solitarias o en grupo, te ven pasar con la indiferencia del que ha visto pasar a miles. Y todo lo que puedes hacer es quebrarlas un poco con las ruedas o, tras una fatigosa ascensión, bajar arrastrando los pies y la arena. Entonces, uno se siente muy pequeña cosa a su lado, disminuido en la inmensa soledad del desierto. Después, las dejamos atrás sabiendo que seguirán allí viviendo hermosos amaneceres, soportando el fuego del sol, contando las estrellas en la noche…, siguiendo su propio camino.