Un viento suave y agradable circula por las callejuelas de un antiguo pueblo del desierto marroquí. La brisa refresca a una población que durante meses tendrá como única protección contra el calor, la sombra y oscuridad del interior del poblado. Una especie de aire acondicionado natural, permite a hombres y mujeres pasar largas horas de charla a la espera de que el sol se desvanezca y ofrezca una tregua para poder pasear o tumbarse sobre alguna de las dunas circundantes.
La población ha sabido adaptarse a las inclemencias meteorológicas que les ha tocado vivir. Las calles, protegidas del exterior por la arquitectura formada de barro, troncos de palmera o tamarindo y cañas, son verdaderos laberintos de túneles por los que fluye una población que tiene que vivir un día a día en situaciones casi extremas. Los poyetes, situados a lo largo de las callejuelas, servirán de respiro y descanso durante las horas del día de mayor ajetreo.
Dejarse llevar a través de estos laberintos, supone encontrar estampas que parecen muy lejanas del mundo al que estamos acostumbrados a vivir en nuestra sociedad occidental. Son túneles del tiempo de los que pueden surgir escenas casi irreales, pero siempre sorprendentes. Pueblos, la mayor parte aislados del turismo convencional, que permiten sentir e imaginar los momentos vividos a partir del siglo XVI, cuando las caravanas procedentes del África subsahariana, recobraban fuerzas al amparo de la población del sur del valle del Draa.
Al pasear por las calles y observar lo que una puerta abierta deja entrever, adivinamos lo que allí dentro se esconde. Pequeños habitáculos concebidos para protegerse del calor y de las tormentas de arena. Refugios en los que la vida se hace a nivel del suelo, mesas bajas que servirán para tomar el té o comer un tajine, y alfombras y tapices de los que separarse de la tierra, pero que hay que limpiar a diario para deshacerse del polvo caído durante la jornada.
Durante el verano hay que levantarse antes de que los rayos del sol empiecen a quemar todo lo que tocan a su paso. La temperatura puede alcanzar los 54 grados a la sombra durante los momentos más cálidos del día. Un té matinal antes de salir al campo, y listos para el trabajo. Las mujeres son las que se llevan la peor parte. Son las que generalmente realizan los trabajos más duros y casi siempre a las afueras del pueblo. Hay que llevar a las ovejas a pastar, ir a por agua y cortar las hierbas que servirán de alimento a los animales encerrados en alguna casa.
Y, si el trabajo se realiza con un niño en la espalda, la dureza se multiplica. Aún así, es increíble la elegancia de estas mujeres. Parece que se han vestido para asistir a una fiesta y, sin embargo, se van a realizar las tareas que permiten sostener la vida de la familia. Los colores de los vestidos ayudan a diferenciar a la población de las diferentes zonas del valle del Draa. Al sur de Agdz, los colores predominan en el vestuario. Sin embargo, al sur de Zagora las telas negras con bordados y borlas de colores, caracterizan a las mujeres Draoui, muchas de ellas descendientes de aquellos que llegaron hace siglos con las caravanas procedentes del África negra.
La discreción es el mejor arma para moverse en la laberíntica arquitectura del sur de Marruecos. Sobre todo, porque, a excepción de pueblos como Tamegroute, no están acostumbrados a ver gente extraña circular entre sus callejuelas. Los niños son los más sorprendidos al descubrir a algún desconocido. Y, si además llevas una cámara en la mano, mucho más. Lo más difícil a la hora de fotografiar en estos lugares es estar sin estar, observar sin ser observados, y regalar una sonrisa para suavizar los sentimientos que pueda provocar nuestra presencia.
Los poyetes al exterior de las viviendas son el mejor lugar para contarse las novedades y distraer la atención de las tareas cotidianas. En el interior de casi todas las casas podemos encontrar una vieja, pequeña y polvorienta televisión encendida, una vía de escape a la rutina. Aunque he podido comprobar que casi nunca la prestan atención, pero consigue que las horas sean menos largas. Sin embargo, los mejores momentos son cuando se sientan con los vecinos a informar y ser informados, la mejor manera de que la tradición oral mantenga vivos los conocimientos de generación en generación.
La población del desierto es consciente de la importancia que tiene el mantenimiento de las casas de tierra que han servido de protección a lo largo de siglos. La arquitectura en barro tiene dos enemigos: el abandono y el agua. Por eso es tan importante una constante revisión de las estructuras y techos que forman la casa. Esa labor recae en los hombres, aunque cada vez se encuentran menos especialistas que sepan manejar el barro, la paja y el agua en su justa medida. El cemento se va introduciendo a un ritmo lento, pero inexorable. Antes existían auténticos artistas capaces de construir joyas arquitectónicas a partir del barro. Ahora, los bloques de cemento gris están frenando la integración de la arquitectura al medio y al entorno.
El éxodo de los habitantes de los antiguos pueblos del Draa hacia el norte, es un hecho imparable. Durante los años que llevo viviendo en esta zona, he podido comprobar cómo se van desmoronando las paredes, fortalezas y torres de las kasbas. Testigos mudos de una época que ha visto el discurrir de las caravanas cargadas de bienes preciosos hacia los mercados de Marrakech y Fez. Espero, que las imágenes que aún pueda capturar, sirvan para testimoniar la riqueza cultural de esta región del norte de África.