Última etapa por el desierto de Mauritania. Nos acercamos a la frontera con Marruecos, una línea trazada a regla en la época de las colonias. Un Sáhara dividido por las administraciones de varios países europeos que en su momento decidieron repartirse la tarta de un reino sin fronteras. Desde tiempos inmemoriales, para la larga lista de tribus que han poblado y aún viven en el norte de África, su país se llama Sáhara, el desierto de los desiertos. Sus carreteras son líneas invisibles marcadas por las estrellas que a modo de GPS ha guiado durante décadas a las caravanas desde Marruecos a la zona del Sáhel, entonces conocida como el África sudanesa. Su cargamento más preciado comenzó siendo la sal, un bien muy común en el Sáhara, pero muy escaso y apreciado en el África negra. En aquella época, la sal y los dátiles se intercambiaban por oro y productos agrícolas de la sabana, por plumas de avestruz, resinas perfumadas y otros artículos que en la mayoría de las ocasiones se acompañaban de esclavos.
Una de las rutas más importantes de los caravaneros de antaño, partía de las minas de sal del Taoudeni en Mali y se dirigía hacia los mercados de Fez. Después de semanas de lento, pero imparable avance por un territorio marcado por la arena y las tonalidades marrones del terreno, su primer encuentro con el verde y la abundancia de agua, era la llegada a los oasis del Ziz en la ciudad de Sijilmasa, hoy convertida en ruinas cerca de la población de Rissani, al sur de Marruecos. Con el paso del tiempo, la ruta caravanera cambió y los miles de dromedarios se introducían en Marruecos por el valle del Draa para llegar hasta Marrakech y posteriormente a Fez. Por esta razón, cuanto más se acerca uno al sur de Marruecos, más población negroide se puede observar. Son los haratines, descendientes de los antiguos esclavos que llegaban en las caravanas y que terminaron quedándose en los oasis.
En la actualidad, las caravanas siguen existiendo, aunque ya no es la sal el principal artículo para transportar. Los camiones han sustituido a los dromedarios. Son más rápidos y precisan de menos personal, aunque hay regiones invadidas de arena por las que únicamente los animales pueden pasar. Por eso, ahora el comercio de las caravanas de miles de dromedarios, reside precisamente en ellos, en su carne. El único lugar en el que he visto que los dromedarios son insustituibles por los medios mecánicos de transporte es en el desierto del Danakil, en Etiopía. Allí, los camiones no pueden acceder a un territorio volcánico, el más cálido del planeta con una temperatura media anual de 34,4 ºC y a una altitud de 150 metros bajo el nivel del mar. Caravanas de miles de dromedarios cruzándose en ambos sentidos, unos transportando la sal y otros en búsqueda de ella, constituyen uno de los espectáculos más grandiosos que he podido ver a lo largo de mis expediciones por las zonas desérticas del mundo. Tanto los caravaneros Afar de Etiopía, como los Tuaregs o los Mauras, forman un grupo de gente casi sobrenatural, si los comparamos con nosotros mismos. Su altiva presencia sobre los dromedarios no deja de sorprenderme. No es sólo su porte y elegancia sobre sus monturas lo que me fascina, sino todo un halo de romanticismo y misterio que convierte a estos personajes en seres casi irreales.
Los antiguos caravaneros no tenían que cruzar ninguna frontera política, la única frontera en sus travesías era la formada por los cordones de dunas, los ríos o las cadenas de montañas. Nosotros hemos llegado tarde, por lo que para entrar en Marruecos tenemos que seguir una línea recta e imaginaria que ahora se visualiza por los raíles del tren más largo del mundo. Un ferrocarril que transporta hierro desde las minas de Zouerat hasta el puerto de Nouadhibou siguiendo la frontera. Por lo menos, ahora la aduana es un paso legal como cualquier otra aduana del mundo. Hasta hace no muchos años, los mauritanos te permitían entrar en su país desde Marruecos, pero no te dejaban regresar al no reconocer esa frontera. Una especie de trampa cuya única marcha atrás consistía en salir clandestinamente del país a través de los campos de minas. Un arriesgada aventura que nunca olvidaré. Aún son visibles los restos de uno de los 4×4 que componían una de las expediciones que organicé en aquella época. En medio de una tierra de nadie y a tan sólo 3 kilómetros del control militar marroquí, uno de los coches saltó por los aires tras pisar una mina anticarro, pero eso es otra historia. Ahora me quedo con las imágenes vividas a lo largo de estas semanas y con mis héroes de las arenas. No he salido del país y ya estoy deseando volver. Qué bonito es poder soñar y hacer realidad los sueños, los sueños de arena.