No son escenas de un pasado que ha quedado reflejado en la memoria de exploradores o buscadores de tierras lejanas y desconocidas. Las imágenes no han cambiado de cuando Ibn Battuta recorrió durante 30 años la mayor parte de las rutas de las caravanas desde el norte de África hasta China. Muchos son los que durante su existencia han vivido y sufrido los rigores de un Sáhara desconocido entonces, y en parte desconocido en nuestros días. Cuando uno se encuentra con estos navegantes del desierto, únicamente provistos de un dromedario, algunos dátiles, agua y unos prismáticos, es cuando te das cuenta del mérito de estos hombres de las arenas. Nosotros sufrimos, y eso que vamos provistos de la última tecnología en navegación, llevamos mapas, ropa, alimentos, medicinas y viajamos sobre un moderno vehículo 4×4 muy equipado. En ocasiones añoro mis primeras expediciones por el Sáhara en las que ni existían los GPS. Entonces, me sentía mucho más identificado con esta especie de superhombres. Ahora siento un poco de vergüenza.
Después de varias horas navegando fuera de pistas sin encontrar signos del paso de vehículos, lo único que rompe la monotonía del paisaje es el resplandor de una tienda de nómadas. Sin dudarlo, nos dirigimos hacia ella con la esperanza de encontrar a alguien dispuesto a orientarnos hacia nuestro próximo destino, las ruinas de Ksar el Barka. Ya me costó encontrarlas durante mi última expedición en el año 2009, aunque en aquella ocasión procedíamos del oeste y tuvimos que navegar durante casi tres días hasta alcanzar la antigua ciudad de las caravanas. Al escuchar el ruido de nuestro vehículo, aparecen del interior de la tienda dos mujeres con semblante de preocupación. Desciendo del coche mientras Jesús se va aproximando despacio para no intimidar a los que allí se encuentren. Al entrar descubrimos al patriarca del clan tumbado sobre una esterilla. Su mirada es profunda e intrigante y su presencia en este lugar es casi inverosímil, por lo que una vez más siento una especie de misterio sobre estos nómadas, sensación que no desaparece incluso estando familiarizado a su presencia.
No sé cómo se llama, aunque puedo descifrar su modo de vida por el dromedario que tiene atado junto a la tienda. Su montura cubierta de pieles son un signo de largas travesías conduciendo un ganado en busca de pastos. Su mirada, serena y limpia, indica un control interno que es una de las claves para poder sobrevivir en un medio tan hostil. Los hombres del desierto llevan turbante a partir de la pubertad. Una tela de unos 5 metros de longitud cubre su cabeza, una forma de proteger del sol y la arena a los pastores durante las largas estancias en el desierto. Su uso se ha convertido en un ritual, de modo que ni siquiera se lo quitan en el campamento o bajo la tienda.
Nos preparan un té al ritmo lento impuesto por la vida del desierto. Mientras tanto, el resto de la familia continúa con el trabajo repetitivo de cada jornada. Una vida tranquila que se inicia con las primeras luces del día en las que los niños recogen en un cuenco de madera la leche de las cabras para que todos puedan y podamos beber. Después, los pequeños se llevan las cabras a pastar mientras las mujeres reavivan las brasas del fuego y preparan algo para comer.
Es increíble, debemos de estar a menos de 500 metros de Ksar El Barka y no lo encontramos. Arena, roca y un pequeño palmeral, nos deben estar escondiendo las ruinas. Es como si los elementos de la naturaleza se hubiesen confabulado para proteger la antigua ciudad de cualquier tipo de invasores. Por fin, al sortear a pie una pequeña duna, aparecen los restos de lo que fue un importante centro comercial en la ruta de las caravanas.
Fundada en el siglo XVII (1690) por los Kountas en uno de los mejores acuíferos de la región del Tagant, la urbe tuvo una época dorada debido al comercio de los dátiles y a una cultura floreciente. Poetas, eruditos y sabios han dejado en sus manuscritos un legado que narra los importantes momentos vividos en una ciudad que empezó su declive en 1822 con la primera invasión de tribus enemigas. Posteriormente, las fuerzas coloniales francesas, la convirtieron en 1905 en un centro de aprovisionamiento y reserva de cereales para sus militares destacados en Tidjikja.
Hoy, sólo quedan los restos de una maravillosa arquitectura que ha desaparecido casi por completo, por lo menos en esas proporciones. Espesos muros de piedras unidas con barro y bellas composiciones de cavidades triangulares, se resisten a derrumbarse en medio de calles invadidas por la arena.
Seguimos nuestra ruta hacia el norte procurando buscar los pasos utilizados por las caravanas de antaño. El desierto ha borrado cualquier indicio que nos oriente en la buena dirección. Las indicaciones de unas mujeres surgidas de la nada a la salida de Ksar El Barka, nos permiten ir descubriendo, uno tras otro, los pasos para nuestro camello mecánico. Gran parte de los nómadas creen en la existencia de espíritus (djonoun) para asegurarse la protección. Por si acaso, nosotros también haremos un ruego para que nuestro «camello» no enferme y nos deje a merced de los demonios del desierto.
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Precioso relató que incita a volver por esa ciudad de piedra semienterrada.Eso sí…….para ir allí hay que ir con el mejor guía sobre esas tierras de arena y tiene un nombre…..Jose A. Muñoz.