Es curioso observar después de cada expedición como hay muchos de los que siguen a diario los blogs, que preguntan sobre el modo de vida de nosotros, de los viajeros.
Es verdad que siempre hablo de lo que veo, de lo que siento o de mis estados de ánimo, pero casi nunca de lo que es un día a día en un viaje de exploración de este tipo.
Voy a intentar resumir con pocas palabras nuestra «rutina» a lo largo de cada etapa. Espero que las imágenes, tomadas tanto por Tatiana como por mí, ayuden a seguirnos en este periplo.
Tatiana y yo ya habíamos viajado juntos durante unos pocos días en el Atlas marroquí para preparar la competición de la CUP 180 y luego durante la propia competición. Para algunos, eso es ya una prueba de que ya habíamos superado todo para poder viajar juntos a cualquier lugar. La verdad es que lo único que aparentemente nos unía era la pasión por la fotografía. Sus ganas de organizar para la agencia de viajes que ella misma ha creado, Pannei The Travel Factory, productos y destinos diferentes y su ansia por lanzarse al África más auténtica, me terminaron convenciendo de que teníamos que hacerlo juntos. Los que me conocen saben que soy muy reacio a ir con alguien a mis periplos de exploración y de fotografía. Este viaje lo tenía en mi cabeza desde años. Era una de las cosas que me faltaban para completar el archivo de imágenes y poder publicar el libro sobre las tribus más primitivas de África.
Desde nuestra llegada a Nairobi no hemos tenido ni un minuto de descanso. Llegada a altas horas de la madrugada, un par de horas para ver a Topo Pañeda, mi amigo en Kenia, y un desayuno para recargar energía antes del vuelo a Lodwar.
Tatiana ya se sentía por fin en África. Ni que Marruecos estuviese en Asia. Sin embargo, las ideas que uno tiene de este país con sus animales, colores y verdes espacios, poco tendrían que ver con lo que nos esperaba. Estábamos a punto de volar hacia la región más desconocida y olvidada de Kenia.
Lodwar nos recibió con las temperaturas que caracterizan las áridas tierras del oeste del lago Turkana. Un calor asfixiante que en nada se diferenciaba al que padezco en mi casa del sur de Marruecos en estas fechas. Los 40 grados ralentizan a cualquiera y sobre todo cuando llegas a esta ciudad sin tener casi nada preparado ni organizado. Sí, así es, nos teníamos que organizar en el momento de la llegada. Menos mal que Topo ya había avisado a Shemmy, la directora de Turismo de Turkana, sobre nuestra llegada. Shemmy, la que aparece entre nosotros dos en la primera foto, nos había conseguido un vehículo 4×4 y un conductor guía turkana llamado Moses. Su inglés era muy justito, pero lo suficiente para entendernos.
Antes de la salida tuvimos que hacer la compra para los días de la expedición ya que a partir de aquí no íbamos a encontrar nada. Agua en cantidad, arroz, espaguetis, concentrado de salsa de tomate, latas de carne de Argentina, galletas, leche en polvo (eso creíamos ya que resultó ser cereal), sal, azúcar, café, platos, vasos, cuchillo, tiendas y colchonetas. Lo demás ya lo teníamos nosotros: cepillo y pasta de dientes, barritas energéticas, un par de camisetas y ropa interior y otro pantalón. Ah… y el equipo de fotografía. Menos mal que en Nairobi conseguimos un mapa, ya que de no llevar no llevábamos ni un mísero GPS. Afortunadamente contaba con un reloj de esos que te dicen casi de todo y de un teléfono que al menos me informaba de la coordenada en la que nos encontrábamos. De alguna manera quería sentir este viaje como los primeros que hice por este continente. En aquella época alguien sabía lo que era un GPS?
Nuestra ruta se iba montado día a día en función de las informaciones que nos iban llegando, principalmente de los misioneros de la orden de San Pablo Apóstol. Muchas noches dormimos en las misiones y otras tantas bajo un fantástico cielo y una hipnótica vía láctea que ralentizaba nuestro sueño. Los lugares de acampada se decidían sobre la marcha. Al principio no queríamos que fuesen cerca de aldeas, aunque nos dimos cuenta que eso era lo mejor. Por un lado la seguridad que te ofrece estar con gente, sobre todo en un territorio que padece los ataques de bandas armadas de bandidos. Por otra, el estar en medio de la población que nos interesaba fotografiar. Qué mejor manera de entender el modo de vida de este pueblo que estar junto a ellos?
Cada campamento se montaba antes de que entrase la noche. De ese modo nos daba tiempo de instalar las tiendas y preparar el fuego para hacer la cena. Nuestro menú sólo se vio modificado cuando podíamos encontrar tomates, aguacate y plátanos. Mientras tanto, el arroz y los espaguetis fueron nuestra salvación. Lo que teníamos claro es que no nos podíamos quejar después de lo que estábamos viendo a nuestro alrededor. Lo nuestro era casi de estrellas Michelin.
Sólo en la ciudad de Kakuma pudimos entrar en un chiringuito en el que comer algo a la carta, siempre bajo los criterios de Moses.
Yo me despertaba antes de que Tatiana saliese de su tienda. Me gustaba ir a pasear con la cámara y sentir esa sensación de soledad en medio de tanta grandeza. Las luces iban haciendo su aparición, trayendo consigo a personajes de las chozas vecinas.
Gran parte de nuestra ruta la hemos realizado fuera de pista y campo a través. Siempre buscando asentamientos de nómadas con los que poder sacar información de su modo de vida. Sin embargo, la estancia en Oropoi es la que más ha marcado nuestras jornadas de expedición. El padre Víctor (a la derecha en la foto de abajo), misionero ugandés que se ha instalado en esta zona tan perdida para ayudar a la población, y el profesor Festus (a la izquierda), nos han dejado una consigna que después de nuestro regreso a España queremos cumplir: No necesitamos comida, necesitamos agua. De ahí nuestro empeño en conseguir la financiación necesaria para regresar y construir los 5 pozos que hacen falta para que dejen de morir los animales y personas. Total: 2.000 € por pozo.
Esperemos que los cinco pozos como éste sobre el que se sienta Tatiana sean una realidad. Y no sólo nosotros podemos hacerlo. Seguro que tú también tienes ideas que aportar para hacer el sueño del Padre Víctor una realidad.
Cada jornada representaba muchas horas de ruta sobre caminos en los que en ocasiones no pasabamos de los 20 kilómetros por hora. Moses resultó un gran compañero de viaje. Siempre aceptaba nuestras sugerencias de recorridos, a pesar de lo arriesgado según la población local. Le iba la marcha y nunca mejor dicho.
Cada vez que podíamos nos deteníamos a convivir con la gente.
A pesar de lo que dicen de los fieros Turkana, nuestra convivencia con ellos no ha representado el menor problema. Puede que el aislamiento en el que se encuentran y la falta de extranjeros por estos lugares, sea una de las razones de la falta generalizada de aversión hacia nosotros.
Las situaciones fotográficas se nos iban presentando a cada momento y la falta de agresividad por parte de la población hacía que por mi parte me relajase más a la hora de buscar situaciones y ángulos arriesgados.
Pero no todo era intentar comer y fotografiar, también teníamos que buscar soluciones para el aseo diario. La ropa era lavada cada vez que disponíamos de agua por haber alcanzado un pozo, y nuestra ducha consistía en una botella de agua de litro a la que habíamos agujereado el tapón para sentir esa dulce sensación de agua corriendo por la piel.
Aunque nuestro objetivo fotográfico eran los Turkana, los grandes espacios y la naturaleza también fueron motivos de nuestros disparos de cámara. La dureza de muchos de esos escenarios castiga desde hace décadas a una población que huye en busca de agua y de zonas más verdes.
En cuanto a la convivencia, nuestra convivencia, en situaciones tan especiales, en ocasiones no resultaba fácil. Mentiría si dijese que todo fue de color de rosa. Los roces son casi inevitables, pero siempre había una salida airosa a los momentos de enfrentamiento. Los malos entendidos en momentos de fatiga y de incomodidad siempre desatan «malos rollos». A pesar de eso, fuimos capaces de gestionar las energías negativas y siempre… mirando hacia lo que nos quedaba por ver. Cuando estás allí echas en falta a seres queridos que te gustaría viviesen esas experiencias. Cuántas veces pensé lo que me gustaría que mi hija Sara, que acaba de cumplir los 4 años, pudiera ver estas tribus antes de que desaparezcan y sólo se puedan ver en los libros de fotografías. O poder vivirlo con Najat, mi mujer, aunque ella ya sabe lo que significa una expedición de este estilo.
Turkana nos espera y de alguna manera, reclama nuestro granito de arena. Allí estaremos de nuevo y, en esta ocasión, con algunos de vosotros. Eso sí, mejoraremos el menú.